Ranas morenas y bacterias que comen radiactividad: los experimentos en peligro en Chernóbil

El pasado 26 de abril se cumplían 36 años de la catástrofe de Chernóbil. Un lugar que muchos creen casi maldito, pero que contra todo pronóstico se ha convertido en una región de una increíble biodiversidad, donde poblaciones de animales en peligro de extinción como el oso pardo, el bisonte europeo, el caballo de Przewaslki, la cigüeña negra o el águila pomerana han encontrado un refugio a salvo de la acción del hombre y, al parecer, también del eco sordo de la radiactividad. Ellos, ajenos al conflicto entre Rusia y Ucrania, continúan viviendo en su vasto territorio, casi tan grande como toda la provincia de Álava. Mientras, los científicos están perdiendo la oportunidad de estudiar su complejidad, que puede ser clave para comprender desde desastres nucleares a cómo el cáncer actúa en nuestras células y un remedio para tratarlo. Porque la guerra ha paralizado todas las actividades científicas en la zona, que no tiene visos de reanudarse de forma habitual hasta que el conflicto acabe.

Tampoco se sabe a ciencia cierta con qué se encontrarán los investigadores cuando vuelvan a sus laboratorios. Según denunció en la revista ‘Science’ el director del Instituto para los Problemas de Seguridad de las Plantas de Energía Nuclear (ISPNPP), Anatolii Nosovskyi, los soldados rusos han saqueado las instalaciones, rompiendo puertas, ventanas y los equipos científicos. «Casi todos los ordenadores fueron llevados a un local separado, donde los saqueadores sacaron las tarjetas de memoria», relata Nosovskyi en una carta abierta, en la que pide ayuda a la comunidad científica para reanudar la actividad y asegurarla, ya que se intuye que Ucrania acabará siendo un país devastado casi por completo que tendrá asuntos más apremiantes de los que encargarse cuando la guerra amaine.

Bacterias ‘come-radiación’
Uno de los campos más prometedores de la ciencia en Chernóbil es el estudio de las bacterias que se han vuelto resistentes a la radiación e incluso se ‘alimentan’ de los materiales contaminados. En uno de los experimentos participaba Olena Pareniuk, investigadora ucraniana del ISPNPP. En los laboratorios aledaños a la central, ya solo con actividad de control e inactiva desde hace años, cultivaba bacterias en muestras tomadas hace años en charcos cercanos al reactor que explotó, una zona ahora tapada por el edificio de contención.

«El ámbito de nuestro instituto es inventar, adquirir, desarrollar, distribuir e implementar conocimientos científicos y futuras tecnologías para el uso seguro de la energía nuclear con fines pacíficos, además de prevenir y minimizar las consecuencias de los accidentes radiológicos», explica a ABC Pareniuk, quien relata cómo el 24 de febrero, cuando comenzó la ofensiva, se encontraba durmiendo en casa, junto a su esposo y su hijo de tres años. Tenía planes para el día siguiente: se levantaría pronto para ir al gimnasio y trabajaría después. Sin embargo, las noticias eran tan preocupantes que decidieron mudarse de inmediato a casa de sus padres, en Zhytomyr, a 130 kilómetros al oeste de Kiev. «Pero después de que una bomba cayera sobre la escuela, a 500 metros de nuestra casa, mi mamá, mi hijo y yo nos mudamos a Chernivtsy, una ciudad ucraniana cerca de la frontera con Rumania, mientras mi padre y mi esposo se unieron al ejército. Después de varios meses en Chernivtsy, decidimos volver a casa, y ahora estoy en Zhytomyr, esperando que nuestro ejército dé permiso para volver a mi laboratorio», cuenta.

Pareniuk duda acerca del estado en que se encontrará su centro de trabajo. «Tengo una vaga esperanza de que, como las muestras son solo líquidos casi transparentes metidos en refrigeradores y termostatos, no despertaran interés para los invasores y aún estén intactas», afirma. Los experimentos ya se han demorado meses, pues estaban previstos para comenzar en marzo. «Pero si hemos perdido todo, no solo tendremos que comenzar la investigación desde el principio, sino que será necesario limpiar el laboratorio de radiación. Y eso es muy, muy complicado».

«Es realmente una pena, porque todo esto va a retrasar enormemente la investigación», se lamenta Mario Xavier Ruiz-González, investigador de la Universidad Politécnica de Valencia, que también participó en un estudio relacionado con las poblaciones de bacterias de la zona para catalogarlas genéticamente y observar su resistencia a los agentes contaminantes que aún pululan en el ambiente. A través de plumas de golondrinas, encontró que estos microorganismos que viven en zonas intermedias en la zona de exclusión eran mucho más resistentes a la radiactividad, trabajo que publicó junto a colegas europeos y americanos en la revista ‘Scientific Reports’. «Es bastante sorprendente cómo la vida se ha abierto camino allí. Puedes observar alguna malformación en las cortezas de los árboles, por ejemplo, pero en general aquello es un vergel».

La misma impresión se llevó Germán Orizaola, investigador en el Instituto Mixto de Investigación en Biodiversidad de la Universidad de Oviedo, y quien desde 2016 lleva visitando en campañas anuales la zona de exclusión. «Es un sitio precioso y a nivel de biodiversidad es espectacular, aunque parezca lo contrario», relata a ABC. Su cometido allí es estudiar cómo ha afectado la radiación provocada por el desastre de la central nuclear a diferentes organismos, desde bacterias (participa en un estudio publicado en ‘ArXiv’ y pendiente de revisión) a vertebrados, si bien se ha especializado sobre todo en anfibios. En el lugar encontró unas curiosas ranas ‘morenas’ que deberían ser de un verde brillante.

«Nos llamaron la atención porque están por todos los sitios y tienen un color mucho más oscuro que el resto. De hecho, la primera que vimos era totalmente negra y nos costó distinguirla del resto del paisaje», cuenta. Orizaola explica que, a pesar de su color, no encontraron nada más extraño: los niveles de radiación en ellas no eran más altos de lo normal. «La explicación más fácil es que la zona ya no es tan peligrosa, ya que los isótopos más radiactivos ya se han degradado. El secreto creemos que está en la melanina: además de protegernos de la radiación del sol, también ayuda contra la radiación ionizante, por lo que probablemente estas ranas han evolucionado rápidamente para adaptarse tras el accidente».

El siguiente paso era estudiar la genética del caballo de Przewalski, considerados durante mucho tiempo como la única especie salvaje de su tipo -si bien estudios recientes indican que son formas asilvestradas descendientes de los primeros caballos domesticados por el pueblo Botai en el norte de Kazajistán, hace 5.500 años-, que se encuentra en peligro en casi todo el mundo. Pero allí, el caballo de Przewalski ha encontrado su propio ‘edén’, creando una comunidad diversa y abundante que encierra los secretos de aquellos primeros equinos. «Llevamos dos años sin ir por la pandemia, y ahora esto. La campaña de este año está perdida», se lamenta.

Luz al final del túnel
Orizaola tiene noticias de sus colegas en el lugar, quienes le han contado que su laboratorio, una casa en una zona retirada de las principales instalaciones, espera a que vuelvan a retomar sus investigaciones. «No somos los únicos. Por ejemplo, allí se lleva desarrollando un trabajo impresionante con un centenar de cámaras trampa para monitorizar la fauna autóctona -gracias a las cuales se descubrieron por ejemplo las manadas de lobos que campan por los bosques es una de las mayores reservas de su especie en toda Europa-. Nosotros colaboramos con la Chornobyl Center for Nuclear Safety, Radioactive Waste and Radioecology y la Chornobyl Radiation and Ecological Biosphere Reserve, y ambos han sido afectados por la guerra».

La invasión ha dejado un reguero de destrucción e incluso minas soterradas que hacen de Chernóbil un lugar más peligroso. ¿Podría la guerra, además, alterar este complejo ecosistema? Tanto Ruiz-González como Orizaola son ‘optimistas’ al respecto. «Es una zona muy grande y todo se ha concentrado en las vías de comunicación y alrededor de la central -indica Orizaola-. Por eso no estoy preocupado, veo un poco de luz y creo que en breve el lugar estará más tranquilo. Otra cuestión es cuándo podremos volver a Ucrania con seguridad y reanudar las investigaciones».

Por ello, a pesar de que los experimentos están parados, los investigadores se están moviendo: científicos España (como el propio Orizaola), Reino Unido, Noruega y Ucrania han publicado una carta en la revista ‘Nature’ en la que apelan a las instituciones internacionales a reactivar la investigación en Chernóbil. «El área dentro de la zona de exclusión representa uno de los mejores ejemplos de reconstrucción del mundo (…) La restauración del estatus de Chernóbil como un laboratorio natural pacífico y de importancia mundial, y la reconstrucción de las instalaciones y la infraestructura de investigación deben ser una prioridad», escriben. La ciencia en Chernóbil, de momento, sigue esperando.