Bacterias: el «hogar» preferido de los virus mientras todo va bien

Por 30/06/2020 Portal

No cabe duda de que la pandemia de Covid-19 nos ha hecho mucho más conscientes de que los virus nos acompañan en todo momento. No obstante, en mi opinión, la Humanidad no tiene aún una idea clara de la cantidad de virus que existen en el planeta. Como son pequeños –aunque matones–, tendemos a pensar que hay solo unos pocos virus esparcidos por aquí y por allá, y que el coronavirus es la excepción a esta regla. Sin embargo, los virus son los organismos –o tal vez deberíamos decir el conjunto de moléculas semivivas– que dominan la biosfera.

La razón de esta abundancia de virus reside en que la mayoría de ellos, lejos de infectar a animales o a plantas, sobrevive en el interior de las bacterias más numerosas del océano. Se trata de las bacterias de la clase SAR11, que nada tienen que ver con el coronavirus SARS-CoV-2.

Un aluvión de bacterias SAR11
Se estima que hay un 10 seguido de 28 ceros de bacterias SAR11 en los océanos. Para reunir el mismo número de células humanas que de bacterias SAR11, la humanidad tendría que ser alrededor de un millón de veces más numerosa. Es decir, poblar la tierra con más de siete mil billones de personas, en lugar de los más de siete mil millones actuales.

Los virus que infectan a estas bacterias son aún más numerosos que ellas. Se estima que existen unos 10 virus por cada bacteria SAR11. Las bacterias están reproduciéndose continuamente, captando nutrientes del entorno. Al mismo tiempo, los virus las van matando mientras ellos mismos se reproducen, infectándolas.

Así, resulta que bacterias y virus se encuentran en un difícil equilibrio, con una ventaja de diez a uno para los virus. En general, todos los organismos unicelulares intentan reproducirse todo lo que pueden, a diferencia de los pluricelulares, que solo nos reproducimos lo que nos dejan. Sin embargo, si los virus se reproducen sin freno y matan con ello a demasiadas bacterias, la siguiente generación de virus no tendrá suficientes bacterias con las que vivir.

De hecho, existe el riesgo real de que demasiados virus, al reproducirse todos al mismo tiempo, acaben con todas las bacterias que necesitan para vivir. En otras palabras, para sobrevivir los virus no pueden ir por ahí matando indiscriminadamente a quienes “les dan de comer”.

¿Cómo se mantiene entonces el equilibro entre bacterias y virus, de manera que los segundos dejen vivir a suficientes bacterias y seguir reproduciéndose dentro de ellas, superándolas ampliamente en número? Como siempre que hay un misterio en ciencia, uno o varios científicos proponen hipótesis, es decir, ideas para intentar explicarlo. Entre las ideas propuestas se encuentra la de que los virus que infectan a las bacterias SAR11 son virus latentes.

Latencia es paciencia
Podríamos definir la latencia como la propiedad que tienen algunos virus de aguardar pacientes para reproducirse en el momento oportuno. Los virus latentes viven “dormidos” en el interior de las bacterias o células a las que infectan, y no se reproducen en ellas hasta que alguna señal, algún cambio en el entorno –siempre un cambio molecular– les indica que es el momento adecuado para reproducirse. En ese instante ponen en marcha la maquinaria celular que les permite multiplicarse y, con ello, acaban con la vida de la célula que les albergaba.

Los virus en estado de latencia no matan, pues, a sus hospedadores. De hecho, copian sus genes a medida que los hospedadores se reproducen. Se comportan en el interior de estos como si fueran genes del propio hospedador, sin hacerles demasiado daño, hasta que las condiciones les indican que pueden multiplicarse y matarlo.

La idea de que las bacterias SAR11 podían albergar en su interior virus latentes no había podido ser confirmada hasta ahora. Sin embargo, meses atrás un grupo de investigadores de la Facultad de Oceanografía de la Universidad de Washington (EE UU) aisló dos cepas de bacterias SAR11 del Pacífico Norte en las que descubrieron virus latentes.

El aislamiento de estas cepas de bacterias SAR11 ha permitido mantenerlas en cultivo en el laboratorio y manipular sus condiciones de crecimiento. Concretamente se ha modificado la cantidad de nutrientes disponibles, y con ello su capacidad de reproducción. Estas manipulaciones han conducido a un descubrimiento todavía más interesante: la manera en que el virus decide cuándo reproducirse o no en el interior de la bacteria.

Dormidos mientras todo va bien
En una serie de experimentos los investigadores han comprobado que los virus latentes no abandonan ese estado cuando las bacterias crecen en abundancia de nutrientes. En estas condiciones, las bacterias pueden reproducirse con alegría, reproduciendo también de este modo el genoma del virus que “late” en su interior. Digamos que mientras su bacteria hospedadora pueda vivir cómodamente, al virus no le merece la pena el esfuerzo y el riesgo de reproducirse y salir en busca de otras bacterias en las que vivir.

Sin embargo, las cosas cambian de manera radical cuando las bacterias crecen en escasez de nutrientes. En estas condiciones, los virus en el interior de las bacterias abandonan su estado de latencia y comienzan a reproducirse de manera activa, matando a las bacterias. Los virus saben de alguna forma que su hospedador no sobrevivirá en esas condiciones, y optan por aprovecharse de él todo lo que puedan antes de que, en efecto, muera.

En resumen, mientras las cosas les van bien a las bacterias, los virus se dejan llevar en su interior de manera plácida y pacífica, dejando que hagan todo el trabajo para mantenerlos vivos –aunque “dormidos”–. Pero cuando las cosas se ponen feas para las bacterias y la vida de ambos corre peligro, los virus las atacan desde sus entrañas, reproduciéndose sin freno hasta matarlas.

Este es un ejemplo más, a nivel planetario, de los increíbles equilibrios que se establecen entre los seres vivos en diferentes ecosistemas. Esperemos que tengamos la sabiduría suficiente para no desequilibrarlos más de lo que ya lo hemos hecho.

Jorge Laborda Fernández es Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, Universidad de Castilla-La Mancha

Este artículo fue publicado originalmente en

The Conversation

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