La curiosa historia de la toxina que retrasa el paso del tiempo

Por 06/02/2021 Portal

El pistoletazo de salida del tratamiento con Botox©, la toxina de la eterna juventud, se produjo en el año 1987, cuando el matrimonio canadiense Carruthers -formado por el dermatólogo Alaister y la oftalmóloga Jean- descubrieron por serendipia que la toxina botulínica eliminaba las arrugas.

Para ser honestos, ninguno de los dos advirtió los efectos estéticos de la toxina botulínica, fue una paciente agradecida que no dejaba de insistir a la oftalmóloga que siguiese con el tratamiento, porque sus «patas de gallo» habían desaparecido.

Durante los años siguientes los Carruthers realizaron diferentes ensayos, algunos en sus propias carnes, pero no fueron capaces de vislumbrar el negocio en el que aquello derivaría, por lo que no llegaron a patentar su descubrimiento. De haberlo hecho encabezarían la lista Forbes de las personas más ricas del mundo.

La enfermedad del embutido
La historia de la toxina botulínica es muchos meno prosaica de lo que se pudiera pensar a priori y para conocerla tenemos que viajar hasta finales del siglo XVIII. Tras las Guerras Napoleónicas (1792-1815) se relajaron las normas higiénicas que regulaban la producción de alimentos en la Europa Central y esto provocó numerosas intoxicaciones alimentarias.

Tan sólo en la región alemana de Württemberg se detectaron, entre los años 1793 y 1853 cuatrocientos casos de intoxicaciones alimentarias con un centenar y medio de fallecidos.

Estas cifras tan alarmantes llamaron la atención de un profesor de la Universidad de Tübingen, Johann H. Ferdinand Auttenrieth (1772-1835) que, tras auditar los informes médicos, llegó a la conclusión de que, además de los síntomas gastrointestinales, los intoxicados tenían dilatación de las pupilas (midriasis) y veían doble (diplopia).

Datos clínicos muy interesantes pero que no resolvían cuál era la causa última de la intoxicación. Durante mucho tiempo se barajaron diferentes teorías, entre ellas que el envenenamiento pudiera estar relacionado con el ácido prúsico.

El médico Justinus Kerner (1786-1862), tras un seguimiento exhaustivo de más de un centenar de fallecidos, concluyó que la mayoría de los intoxicados habían comido un plato típico de la zona llamado «blunzen» o «saumagen», estómago de cerdo cocido relleno de salchichas de sangre.

Por este motivo se bautizó a la enfermedad con el nombre de botulismo, del latín botulus, salchicha. Literalmente el botulismo es la «enfermedad del embutido».

Kerner fue incapaz de descubrir el patógeno responsable de la intoxicación, pero concluyó su estudio diciendo que la enfermedad se producía a partir de una toxina que se desarrollaba en las salchichas en mal estado, que era letal incluso a pequeñas dosis y que afectaba tanto al aparato digestivo como al sistema nervioso.

La banda musical que ayudó a la identificación
Tuvimos que esperar casi un siglo para que se pudiera poner nombre y apellidos a aquella extraña enfermedad. A mediados de diciembre de 1895 en Ellezelles (Bélgica) una banda musical fue invitada a tocar una elegía funeraria. Después de la ceremonia la orquesta acudió a la posada «Le Rustic» en donde degustaron, en compañía de otros lugareños, grandes cantidades del típico jamón salado.

Al parecer el animal había sido sacrificado cuatro meses atrás, fue esa «frescura» la responsable de que treinta y cuatro comensales enfermaran, incluyendo los músicos, y que tres fallecieran –una mortalidad del diez por ciento-.

A partir del estudio de la carne contaminada y del bazo de uno de los fallecidos el profesor Emile P. Marie van Ermengem (1851-1932), un discípulo de Robert Koch, pudo aislar esporas de una bacteria desconocida hasta aquel momento a la que bautizó como Bacillus botulinus.

Tiempo después se aislarían siete toxinas diferentes –identificadas con las letras A-G- de las cuales cuatro son mortales para el ser humano. Las toxinas provocan el fallecimiento de los pacientes intoxicados por asfixia, al bloquear las contracciones del músculo diafragma.

Este efecto se produce por la inhibición en la liberación de un neurotransmisor (acetilcolina) que transmite la señal eléctrica desde los nervios hasta el sistema músculo-esquelético. Este bloqueo es precisamente el que induce la desaparición de las arrugas y nos ayuda a combatir el inexorable paso del tiempo.

M. Jara

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación