Las dos casualidades y un error de traducción que llevaron a los edulcorantes

El primer edulcorante artificial fue descubierto por el entonces estudiante ruso Constantin Fahlberg (1850-1912) en 1879. Mientras cenaba en la pensión en la que vivía se percató que el panecillo que estaba mordiendo tenía la corteza excepcionalmente dulce.

Después de sopesar diferentes posibilidades, descubrió que la razón era muy sencilla, no se había lavado las manos después de abandonar el laboratorio en el que trabajaba y la impregnación de algún compuesto químico había propiciado aquel sabor.

De vuelta al laboratorio, y tras realizar algunas pruebas, evidenció que su origen estaba en una reacción química accidental, por aquel entonces estaba trabajando con alquitrán de hulla, un tipo de carbón, y había reaccionado el ácido o-sulfobenzoico con cloruro de fósforo y amoníaco, produciendo sulfóxido benzoico.

Fahlberg estuvo hábil y no tardó en solicitar una patente para aquella sustancia, lo cual le convirtió de la noche a la mañana en millonario. De esta forma, la sacarina fue el primer edulcorante sintético en ser comercializado.

Esa fue la cara amable del descubrimiento, la más agria fue convertirse en enemigo declarado de Ira Remsen, su jefe de laboratorio. La razón no era otra que ‘haberse olvidado’ de incluirle en el negocio comercial de la patente.

Este aspecto no era un tema baladí, ya que Remsen era un científico muy influyente, llegó a ser el primer presidente de la American Chemical Society y el segundo presidente de la John Hopkins University.

Los cigarrillos que sabían dulces
El siguiente edulcorante tardó varias décadas en ver la luz. Apareció en 1937, cuando un estudiante de la Universidad de Illinois, Michael Sveda (1912-1999), que estaba experimentando con ciclamato, observó extrañado que cuando fumaba en el laboratorio los cigarrillos tenía un sabor dulzón, un hecho que no sucedía cuando expelía el humo del tabaco fuera del trabajo.

El ciclamato se empleó inicialmente para atemperar algunos fármacos amargos, como barbitúricos y antibióticos, y como sustituto del azúcar en los pacientes diabéticos.

La mejor indicación llegó un poco más adelante, cuando se descubrió que eliminaba el retrogusto metálico que producía la sacarina, por lo que una mezcla de ambos (diez partes de ciclamato y una de sacarina) acabó siendo el edulcorante predilecto para muchos fabricantes de refrescos.

Lo importante que es saber idiomas
El tercer edulcorante de nuestra historia, el aspartamo, fue descubierto en 1965 cuando James M Schlatter, un químico que estudiaba los efectos de un fármaco antiulceroso, derramó fortuitamente una pequeña cantidad de la sustancia sobre su mano. En lugar de limpiarse, se relamió los dedos, descubriendo que tenían un sabor acaramelado.

Se trataba de un polvo blanco, cristalino, carente de olor y que se metabolizaba en dos aminoácidos, la fenilalanina y el ácido aspártico. A pesar de sus bondades edulcorantes, tiempo después algunos científicos pusieron el acento en algunos de sus peligros potenciales, en especial la neurotoxicidad y los efectos cancerígenos.

Hasta ahora hemos visto como la serendipia ha jugado un papel fundamental en el descubrimiento de los edulcorantes. En el caso de nuestro último protagonista, la sucralosa, podríamos decir que estamos ante la historia de un accidente.

A mediados de los setenta un estudiante hindú, Shashikant Phadnis, trabajaba en el King´s College de Londres buscando nuevas moléculas a partir de la sacarosa con la intención de potenciar su sabor.

En cierta fase del estudio recibió la orden de su jefe (Leslie Hough) de «test it» (examínalo) pero el estudiante, que todavía no dominaba correctamente la lengua de Shakespeare, entendió «taste it» (saboréalo). Eso fue precisamente lo que hizo.

Afortunadamente para Phadnis la sustancia en cuestión, sucralosa, no era tóxica y tenía un sabor dulzón, entre 320 y 1.000 veces más dulce que la sacarosa, por lo que el traspié le alegró la mañana. Estudios posteriores demostraron que esta molécula, a la que

finalmente se acabó bautizando como triclorosacarosa, tenía otros beneficios adicionales, entre ellos no propiciar la aparición de caries y no suponer un aporte calórico adicional.

M. Jara

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.