Los inesperados aliados biológicos de las tropas napoleónicas

Por 23/10/2020 Portal

A comienzos del año 1809 el dominio francés en la Europa continental era más que incuestionable, sin embargo, en las primeras semanas de abril los austriacos reanudaron sus hostilidades contra los galos –la conocida como Guerra de la Quinta Coalición- y parecieron tomarles la delantera.

Esta situación fue aprovechada por los ingleses, que en julio de ese año lanzaron una fuerza expedicionaria, hacia la desembocadura del río Escalda, con cuarenta y dos mil hombres –la mayor de la historia hasta ese momento-.

La operación fue comandada por John Pitt –segundo conde Chatham- y sir Richard Strachan, un militar conocido entre sus compañeros por su extraordinaria mesura, una aptitud que envolvió la maniobra en un ritmo endiabladamente lento.

El objetivo del contingente británico era desembarcar en la isla de Walcheren y desde allí destruir barcos, astilleros y arsenales de las ciudades de Amberes y Flesinga.

Del paraíso al infierno
La campaña, en sus inicios, fue mucho más sencilla de lo esperado, hasta el punto de que un soldado del 77º Regimiento escribió: “cuanto más veo de este país, más me gusta. Con frecuencia disponemos nuestra mesa bajo la sombra de exuberantes frutales y disfrutamos de los placeres de la vida rústica”.

Aquella primera impresión pastoril no tardaría en desfigurarse, ya que la respuesta francesa no se hizo esperar. En la zona había unos nueve mil militares bajo las órdenes de Louis Monnett que asediaron sin cuartel a los ingleses, además de inundar el terreno, para dificultar su movilidad, mediante la apertura de las compuertas de los diques.

El tiempo meteorológico tomó partido a favor de los batallones napoleónicos y durante los días siguientes una profusa lluvia empantanó la zona.

Todos estos ingredientes propiciaron que el 19 de agosto se iniciase una terrible epidemia entre las filas del ejército británico, la que sería conocida como la fiebre de Walcheren.

Los galenos poco podían hacer
Los soldados británicos comenzaron a manifestar una clínica muy aparatosa, una constelación de síntomas en la que no faltaba la fiebre, la debilidad generalizada, la hinchazón de la lengua, la falta de apetito, la inflamación abdominal, la cefalea y el dolor de las extremidades.

Un mes después del inicio del brote el número de hospitalizados se elevaba hasta ocho mil y el porcentaje de enfermos superó el cincuenta por ciento, había más soldados infectados por los miasmas que luchando contra las huestes francesas.

El cuerpo médico tomó cartas en el asunto y trató a los enfermos con las medidas terapéuticas al uso, a saber: sangrías, lavativas, diferentes tipos de tónico, entre los cuales se encontraban el vino caliente, las infusiones con corteza de quinina, los salitres disuelto en malta… se llegó incluso a transportar agua desde Inglaterra.

Uno de los oficiales dejó anotado que el número de óbitos era tan elevado que un cabo y ocho hombres fueron destinados de forma taxativa a oficiar las ceremonias funerarias, las cuales se hacían de noche, sin honores militares y en una completa oscuridad para evitar desmoralizar a la soldadesca.

Una combinación de agentes biológicos
La expedición que sufrió la fiebre de Walcheren terminó oficialmente en febrero del año 1810, con un cuarenta por ciento de la tropa expedicionaria enferma y con un número de fallecidos que se elevó hasta casi los cuatro mil.

En el grupo de los supervivientes, un número nada desdeñable quedó con secuelas crónicas, hasta el punto de quedar inhabilitados para servir en el ejército durante el resto de su vida.

Con el sosiego y los avances científicos que nos proporciona la distancia histórica, es muy posible que la fiebre de Walcheren fuese una combinación de varias enfermedades infectocontagiosas. En el cóctel biológico habría que incluir al tifus exantemático, la malaria, las fiebres tifoideas y las paratifoideas, en otras palabras, una amalgama de infecciones imposible de paliar con las medidas sanitarias e higiénicas de la época.

M.Jara

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.