El creador del laringoscopio vivió en el siglo XIX, tenía un nombre indiscutiblemente español: Manuel; y un apellido con marcado acento hispano: García. No era biólogo ni médico, era sencillamente profesor de canto. Fue su infinita curiosidad y su afán desmedido por descubrir el mecanismo de la voz lo que le llevó a diseñar el primer adminículo para observar las cuerdas vocales y, con él, alumbró una nueva disciplina: la laringología. Más baja de lo esperado La función de la laringe es triple: protección, respiración y generación de sonidos. Si comparamos la laringe humana con la de los primates hay grandes diferencias, por una parte, la de ellos consta de una «membrana» que les ayuda a emitir diferentes sonidos y distorsiones acústicas. Gracias a ella claman esa enorme variedad de chillidos y gruñidos, de diferentes intensidades y tonos, que todos conocemos. La pérdida de esa estructura laríngea nos permitió la capacidad de producir otro tipo de sonidos, mucho más armónicos, que acabó dando lugar al lenguaje humano. La sencillez anatómica de nuestra laringe se sustentaría en el concepto «usarlo o perderlo» –use it or lose it-, de tal forma que una criatura mantiene una característica física si la usa para sobrevivir, en caso contrario la elimina lentamente. Por otra parte, nuestra laringe se encuentra ubicada a un nivel mucho más bajo en el cuello, una idiosincrasia anatómica que nos permite poder hablar, aunque para ello hayamos tenido que pagar un alto precio: el atragantamiento, en el supuesto de que pretendamos tragar y respirar de forma simultánea. Una desventaja que, obviamente, ha pasado por alto la evolución. La epiglotis nos protege Anatómicamente, tanto la boca como la faringe forman parte de la vía digestiva y la vía respiratoria. A partir de la faringe los alimentos continúan su camino por el esófago hasta el estómago, mientras que el aire sigue por la vía respiratoria y llega a la laringe. Se conoce como aspiración o broncoaspiración cuando los alimentos o los líquidos pasan a las vías respiratorias de forma accidental. Se trata de una situación que puede tener graves consecuencias para la salud, ya que puede derivar en una neumonía. Para evitar que esto suceda la naturaleza nos ha dotado de la epiglotis, un pequeño colgajo de tejido rígido que cuando tragamos se dobla hacia atrás y cierra la entrada a la laringe y a la tráquea, impidiendo así que los alimentos pasen a la vía respiratoria. Tras la deglución la epiglotis retorna a su posición original. Por su parte, en el proceso de respiración la epiglotis permanece elevada y el velo del paladar desciende, facilitando el paso del aire desde la faringe hacia la laringe y, finalmente, hacia la tráquea. Los bebés también pueden Debido a que en los primates la laringe ocupa, como hemos visto, una posición más alta en el cuello, situándose casi en la salida de la cavidad bucal, sí pueden deglutir alimentos y respirar de forma simultánea sin correr riesgos de atragantamiento. Ahora bien, todos hemos observado que los bebés no tienen problema para respirar y chupar al mismo tiempo. La explicación es anatómica, debido a que durante los seis o siete primeros meses de vida la laringe se encuentra en una situación lo suficientemente elevada para que haya una distancia razonable entre la tráquea y el esófago, de forma que lo haya riesgo de atragantamiento. Además, el paladar duro dispone de unos pliegues transversales que permiten sujetar el pezón y facilitar el proceso de deglución. MÁS INFORMACIÓN noticia No La mayor explosión del Universo noticia No Para qué sirve el agua que han encontrado en la Luna Hace ya muchos siglos que Platón definió al hombre como bípedo implume, un animal que camina sobre dos patas y carece de plumas, a esa definición, y a la luz de los conocimientos actuales, es posible que añadiera «primate atragantado». SOBRE EL AUTOR pedro gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación