En un universo de piedra, una momia de dinosaurio simboliza la nostalgia de lo blando. El anhelo de los paleontólogos que viven en un mundo ciego, obligados a imaginar el color, la textura y las entrañas de seres intocables sobre los que versan todas sus preguntas. Hasta que, cada tanto, emerge de las rocas una respuesta de piel y huesos. Como el Borealopelta markmitchelli, un acorazado herbívoro único en su especie, de 1.300 kilos, cubierto de gruesas púas y que ahora parece una gárgola dormida en una vitrina del Museo Royal Tyrrell, en Canadá.