El anfitrión del paraíso

José María Pérez de Ayala se ha ido y deja en Doñana, y en sus numerosísimos amigos, un vacío imposible de llenar. Por tópico que resulte, cuando he recibido la noticia de su fallecimiento no lo podía creer. Quizás había hablado más con él, en los últimos meses, que con cualquier otra persona del Parque. En pleno confinamiento, un día me contó por teléfono, medio en broma medio en serio, que por fortuna su trabajo se catalogaba “esencial” y no podía abandonarlo, de manera que en distintas ocasiones durante el estado de alarma había tenido que acompañar en el espacio protegido a visitas relevantes y altos funcionarios. “Ni un solo día he dejado de pisar Doñana”, precisó. Lo envidié, claro está, y él lo supo. Pero es que Pepe, que así lo llamamos hasta devenir José María con los años, apenas se ha aventurado fuera de Doñana unas pocas jornadas en los últimos cuarenta y tantos años. Solo la muerte ha sido capaz de expulsarlo de allí, y seguramente no del todo.

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