En un libro sobre el futuro de la inteligencia artificial, el profesor del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) Max Tegmark plantea un escenario absurdo y aterrador: si no fuésemos capaces de transmitirles con precisión nuestros objetivos, las máquinas podrían adoptar un objetivo propio muy alejado de nuestros intereses, como transformar en clips metálicos todos los átomos del universo, incluidos los de nuestros propios cuerpos. Criticados por lo extravagante de su fin, la mente mecánica podría excusarse en que fue entrenada observando a sus creadores. En las últimas décadas, la inteligencia humana ha logrado una expansión de la especie sin precedentes gracias a un uso del ingenio para, con una eficiencia homogeneizadora terrorífica, convertir a los otros seres vivos en alimento para mantener a más humanos y en productos para hacerles la vida más agradable. Esa especie, cuyos ancestros tuvieron momentos críticos en los que fueron poco más de mil individuos, supone ya el 36% de todos los mamíferos que existen. Otro 60% son animales como las vacas, criados para alimentar personas, y solo un 4% son animales salvajes.