Una enorme tormenta solar azotó la Tierra en 1582

Por 29/03/2021 Portal

Principios de marzo del año 1582. El cielo se inunda con una brillante luz de color rojo que que brilla con toda intensidad durante varias noches. A lo largo de tres días, el fenómeno asombra y aterroriza al mismo tiempo a personas en múltiples lugares del planeta. Desde Portugal al lejano Japón feudal, los testimonios se repiten. «Un gran fuego apareció en el cielo, hacia el norte, y duró tres noches», escribe Pedro Ruiz Soares, testigo presencial y autor de una crónica portuguesa del siglo XVI. Relatos similares salpican distintas crónicas en Leipzig, Alemania, Yecheon, Corea del Sur y una docena más de otras ciudades repartidas por toda Europa y Asia.

El evento, sin duda, tuvo que ser deslumbrante y provocó la aparición de auroras, típicas de las zonas polares, en regiones donde nunca nadie había visto una, desde Florida a Egipto o el sur de Japón. Nadie recordaba algo parecido.

La culpa de todo lo sucedido la tuvo una tormenta solar, probablemente la más fuerte de cuantas el ser humano haya podido ser testigo. Fueron muchos los que interpretaron el sobrecogedor espectáculo nocturno como un oscuro presagio de muerte y destrucción.

«Toda esa parte del cielo -escribía Soares- parecía arder en llamas ardientes; parecía que el cielo entero ardía. Nadie recordaba haber visto algo así… A medianoche, grandes rayos de fuego, aterradores y espantosos, se alzaron sobre el castillo. Al día siguiente sucedió lo mismo a la misma hora, pero no fue tan grande y aterrador. Todos salieron al campo para contemplar aquella gran señal».

Los testimonios recopilados arriba sobre la gran tormenta solar de 1582 fueron descubiertos por investigadores que pretendían saber más sobre aquel evento. Se trató, sin duda, de una tormenta solar masiva, comparable también a las registradas en otras crónicas antiguas. Para los científicos actuales, se trata de importantes pruebas que aportan pistas sobre los patrones históricos de comportamiento del Sol, patrones sobre los que no se tiene ningún otro tipo de registro.

Y esos patrones parecen indicar que se produce una gran tormenta de esta clase alrededor de una vez por siglo, por lo que cabría esperar, dicen los expertos, que también el siglo XXI acabará siendo testigo por lo menos de una.

Habría, sin embargo, una diferencia fundamental en cuanto a sus efectos. En el pasado, y aparte de las espectaculares auroras, las grandes tormentas solares no tuvieron prácticamente ningún efecto dañino sobre la población. Pero hoy, con nuestra vida entera dependiendo de dispositivos eléctricos y magnéticos, la cosa sería bien diferente. Una tormenta como la de 1582 podría inutilizar de forma permanente nuestras centrales eléctricas, destruir los sistemas de comunicaciones y satélites, acabar con internet y los aparatos electrónicos… dejando al mundo, de un solo golpe, en plena era preindustrial.

Las consecuencias serían aterradoras y las pérdidas, tanto materiales como humanas, incalculables. En 1989 ya tuvimos un ‘aperitivo’ cuando una tormenta solar solo medianamente grande acabó con la red eléctrica en Quebec, Canadá. Hasta ahora, la mayor tormenta solar registrada con instrumentos científicos fue el llamado evento Carrington. Sucedió en 1859 y afectó gravemente a las redes de telégrafos, los sistemas eléctricos más extendidos en aquel entonces, muchas de las cuales se incendiaron de forma espontánea. En la actualidad, un evento similar habría supuesto una catástrofe.

Sabemos que las tormentas solares son causadas por perturbaciones en la atmósfera del Sol. Se trata de enormes explosiones de alta energía, que pueden ir acompañada de inmensas ráfagas de material ardiente, arrancado del propio Sol y que conocemos como «eyecciones de masa coronal». En menos de 24 horas, siempre que las tormentas estén alineadas con la Tierra, la masa incandescente de partículas llega a nuestro planeta e interactúa con su campo magnético, que ejerce de escudo protector.

La magnetosfera desvía la nube hacia los polos, y allí es donde aparecen las espectaculares (e inofensivas) auroras. Pero si la intensidad de la eyección es suficiente, el escudo terrestre puede ser traspasado, y la ardiente radiación penetrar en la atmósfera y cargar el aire con una gran cantidad de energía, la suficiente como para desconectar o averiar cualquier cosa que funcione con electricidad.

En un momento, además, en que el ser humano se dispone por primera vez a salir de la Tierra para vivir en la Luna o en Marte, ser capaces de predecir cuándo se producirá una gran tormenta solar puede ser la diferencia entre la vida y la muerte para astronautas y colonos. Esa lección fue aprendida en 1972, justo en el auge de las misiones lunares del programa Apolo. En agosto de ese año, una tormenta solar especialmente intensa azotó el planeta. Si los astronautas hubieran estado en la Luna en ese momento, las consecuencias habrían sido fatales. Porque ni la Luna, ni tampoco Marte, cuentan con un escudo magnético natural. Por suerte, el Apolo 16 había regresado a tierra en abril de ese mismo año, y el Apolo 17 no fue lanzado hasta diciembre. La tormenta pilló justo en medio, pues, de los dos vuelos espaciales.

Está claro que a partir de ahora ya no podemos permitirnos el lujo de depender de una casualidad similar. Los vuelos, los viajes, las misiones, deben ser cuidadosamente planificadas, y el clima espacial es un factor muy a tener en cuenta. Del mismo modo, y desde el ‘susto’ canadiense de 1989, los ingenieros se afanan por buscar soluciones que permitan, una vez detectada una gran tormenta solar, desconectar las centrales eléctricas antes de que la nube destructora de partículas llegue a la Tierra, para volver a encenderlas cuando todo haya pasado. Cuando la próxima gran tormenta llegue, que llegará, debemos estar lo mejor preparados posible.