Entre los grandes libros de la ciencia se encuentran, sin lugar a dudas, ‘El origen de las especies’ de Charles Darwin; ‘Física’, de Aristóteles; ‘De Humanis Corporis Fabrica’, de Andreas Vesalio o ‘De Revolutionibus Orbium Coelestium’, de Nicolás Copérnico. Todos ellos fueron verdaderos tsunamis intelectuales, movimientos sísmicos neuronales que socavaron las creencias que se tenían por intocables hasta ese momento.
En este breve listado, realizado a vuela pluma, faltan evidentemente muchos libros, entre ellos uno al que muchos consideran el mejor libro de ciencia de toda la historia. El tratado llegó a las librerías un 5 de julio de 1687 y estaba firmado por un científico que iba para granjero pero que la providencia quiso que se convirtiese en una de las mentes más preclaras de la Ciencia: Isaac Newton (1642-1727).
Escrito en latín y no en inglés
La verdad es que Newton tuvo mucha suerte al nacer de forma prematura y póstuma, hacía tres meses que su padre había fallecido, un hecho que cambió drásticamente su destino. Cuando su madre se casó en segundas nupcias con Barnabas Smith la presencia del pequeño Isaac era ‘molesta’. Esto motivó que le enviaran a vivir con sus abuelos y pudiera recibir una educación más amplia.
Durante su infancia y juventud no fue un niño prodigio, su personalidad era huraña y nada hacía entrever la figura en que se convertiría muchos años después. Cuando cumplió los catorce años su padrastro falleció y esto propició que regresara a su aldea natal.
El segundo golpe de suerte llegó cuando el reverendo William Ayscough, tío de Isaac, convenció a su madre para que le enviara a estudiar a Cambridge, en lugar de que se quedara trabajando en la granja familiar. Entre los muros de aquella institución encontró la atmósfera y la hospitalidad propicia para desarrollar todo su potencial intelectual.
Al comienzo se interesó por la química, disciplina que mudaría por las matemáticas cuando leyó la geometría de Euclides. Tras su graduación obtendría diferentes cargos académicos hasta que en 1669 fue nombrado profesor de matemáticas.
En 1687, tras la reiterada insistencia de su amigo el astrónomo Edmund Halley (1665-1742), se decidió a publicar ‘Philosophiae naturalis principia mathematica’ (Principios matemáticos de la filosofía natural) o simplemente ‘Principia’. Un libro, escrito en latín, que daría un enorme ‘revolcón’ a la ciencia. No hay que olvidar que la mecánica newtoniana junto al electromagnetismo clásico de JC Maxwell (1831-1879) son los dos pilares de la Física Clásica.
Tres leyes trascendentales
El libro estaba dividido en tres partes y allí se daba a conocer los hallazgos de Newton en el campo de la mecánica y del cálculo matemático, tras años dedicados en cuerpo y alma al estudio y al trabajo en estas disciplinas. En ‘Principia’ se describía por vez primera las tres leyes del movimiento.
La Primera Ley de Newton afirma que todos los cuerpos perseveran en su estado de reposo o de movimiento en línea recta, salvo que se vean forzados a cambiar ese estado por fuerzas impresas. La Segunda Ley reza que el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y se hace en la dirección de la línea recta en la que se imprime esa fuerza. Según la Tercera Ley, para toda acción hay siempre una reacción opuesta e igual, las acciones recíprocas de dos cuerpos entre sí son siempre iguales y dirigidas hacia partes contrarias.
En vida de Newton ‘Principia’ conoció tres ediciones, la primera con una tirada entre trescientos y cuatrocientos ejemplares; la segunda, revisada modificada y aumentada por el propio autor en 1713; y la tercera revisada por Henry Pemberton, en 1726.
Actualmente en la biblioteca Wren del Trinity College de Cambridge se conserva una copia personal de la primera edición de ‘Principia’ con anotaciones y correcciones manuscritas de Isaac Newton.
Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación
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