Hasta hace muy poco, el dolor era solo un síntoma, una señal que alertaba de una enfermedad, de que habíamos acercado demasiado la mano al fuego o de que nos habíamos hecho daño levantando al nieto y debíamos parar para que el cuerpo reparase la lesión. Pero en 2020, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor cambió la definición para incluir la naturaleza subjetiva de la experiencia dolorosa y describirla como una “experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada o similar a la asociada con una lesión real o potencial o descrita en términos de ese daño”. En ese mismo documento se afirma que “el relato de una persona de una experiencia como dolor debería ser respetado”. Muchas personas que sufren un dolor cuyo origen no se puede localizar en un daño físico, que habían sentido que se juzgaba su sufrimiento como algo inventado, se sintieron reconocidas.