La localización de un punto en la superficie de nuestro planeta, o de la Tierra en el universo, ha sido uno de los motores esenciales del avance científico. Es el denominado ‘Problema de la longitud’, cuya resolución, a finales del siglo XVIII, permitió situar cualquier localidad de manera precisa en cualquier punto del globo terrestre. Tras la Revolución Científica nada volvió a ser igual: cambió la visión de la relación del hombre con la naturaleza, se sentaron las bases de la Revolución Industrial posterior y Occidente afianzó su dominio de rutas comerciales y, eventualmente, permitió la construcción de los imperios coloniales de los siglos XIX y principios del XX.
El ‘Problema de la Longitud’ se enmarca en una disciplina mucho más compleja, la cosmografía, ciencia que aunaba a la geografía y a la astronomía, y cuyo objetivo era entender nuestro medio desde una amplia perspectiva. Este proceso hunde sus raíces en el inicio de la civilización y posiblemente en nuestra esencia, la necesidad de explorar, de conocer, de comprender. Los primeros pasos en esta aventura intelectual se dieron en Mesopotamia, en las primeras culturas de Oriente Medio, a las que tanto debemos, para ser elaborada por Grecia y Roma desde una nueva perspectiva racional. Surgió entonces la ciencia, pero no como una herramienta aislada, sino como parte de la filosofía. La Edad Media, de injusta fama negativa, permitió un reestructuración del saber cosmográfico, en parte destilado por la civilización islámica. España, en al-Ándalus, jugó un papel primordial entonces, pero también en la denominada Era de los Descubrimientos, a partir del siglo XIV, junto con Portugal. Las dos naciones ibéricas realizaron una serie de gestas extraordinarias y abrieron no solo el horizonte geográfico al conectar tierras lejanas y desconocidas para Occidente, iniciando la primera globalización, sino que pusieron en marcha un cambio de perspectiva en la posición de la humanidad en el cosmos, proceso reforzado por el Renacimiento, un movimiento pancultural europeo que comenzó en la península italiana.
La innovaciones científicas y técnicas, que bebían del conocimiento rescatado de la Antigüedad grecorromana, permitió, entre otras muchas proezas sorprendentes, el primer viaje que circunnavegó el globo, iniciado en 1519 por Fernão de Magalhães, navegante de origen portugués, y culminado por Juan Sebastián Elcano en 1522, bajo los auspicios del emperador Carlos V, rey de España. Una gesta, por cierto, cuya celebración institucional deja mucho que desear. Cualquier otro país hubiera sido mucho más generoso con un evento que ciertamente contribuyó a cambiar la imagen del mundo y a consolidar el dominio ibérico de las rutas comerciales en distintos océanos.
La Unión Astronómica Internacional, organización fundada en 1919, me ha premiado recientemente con el premio a la mejor tesis doctoral en la categoría ‘Division C Education, Outreach and Heritage’ (Educación, Divulgación y Patrimonio). Mi trabajo, titulado ‘Cosmografía: la ciencia de los dos orbes’ y dirigido por la Dra. Marga Box Amorós, fue presentado en la Universidad de Alicante el pasado año en su programa de Filosofía y Letras.
Analiza todo este proceso de una forma global y pone en valor las aportaciones ibéricas a la ciencia, especialmente hasta el siglo XVIII, cuando los distintos gobiernos invirtieron de manera sustancial en mantener y aumentar el conocimiento. Pero va mucho más allá (no en balde el motto español es Plus Ultra) y muestra que la cosmografía, interpretada desde una perspectiva moderna, sigue jugando un papel esencial en nuestras vidas. La exploración continúa, tanto dentro del Sistema Solar como fuera de él, con el descubrimiento de planetas extrasolares, y los intentos de explotación de los recursos también siguen estando presentes.
La cosmografía, y la ciencia en general, sigue articulando nuestra realidad. Correctamente gestionado, el conocimiento es fuente de bienestar, pero una sociedad que se olvida de este hecho y también de su historia está condenada a quedarse atrás, dejando que otros aprovechen las oportunidades.
David Barrado es profesor de Investigación Astrofísica en el Centro de Astrobiología INTA-CSIC.