Cuando la tabla periódica se puso al servicio de Isabel I de Inglaterra

Por 14/11/2020 Portal

Al reinado de Isabel I de Inglaterra, que comenzó en 1558 y terminó con su muerte en 1603, se conoce popularmente como la época Tudor. A pesar de que la dinastía se inició mucho más atrás –en 1485- cuando llegó al trono Enrique VII, el abuelo de Isabel.

Su papel político en la historia está fuera de toda discusión, quizás lo que es más desconocido es la tendencia que marcó en cuanto a moda se refiere. Un gusto que estuvo presidido por sus manías y obsesiones.

La reina inglesa era muy petulante y su vestuario era ostentoso hasta límites inimaginables. Según las crónicas de la época, era habitual verla aparecer por los corredores de palacio con gorgueras en el cuello, mangas voluminosas y rígidos corsés. Al tiempo que adornaba su cuerpo con brazaletes, lucía joyas engarzadas en el pelo o varaban un sinfín de anillos en sus dedos.

Cerusa de Venecia
En concordancia con todo esto, cuidaba hasta el extremo su aspecto personal. Siguiendo las pautas que dictaban la moda de la época se rasuraba la línea frontal de implantación del pelo, mostrando una frente ancha y despejada, y se depilaba totalmente las cejas.

Otro de los cánones de belleza más ansiados por las aristócratas era conseguir una epidermis nívea, un matiz terriblemente complicado de alcanzar. Sabemos que la reina era pelirroja y de cutícula blanquecina, la cual acentuaba hasta obtener una tonalidad casi inmaculada. Para blanquear las pecas y las manchas empleaba brebajes a base de azufre, trementina y mercurio que, a la postre, acabaron pasándole factura.

A continuación pasaba al maquillaje facial, en el que invertía una enorme cantidad de tiempo. El que se aplicaba la reina estaba compuesto por carbonato de plomo, tratado con vinagre, y sobre el que se añadía clara de huevo, para favorecer la adherencia cutánea de la mezcla. En aquella época se conocía como albayalde –del árabe al-bayad, blancura- o cerusa de Venecia.

La verdad es que el empleo del plomo no era nada nuevo, los alquimistas venían usándolo desde tiempo inmemorial y al considerar que estaba bajo la protección de Saturno –por eso también se conocía como polvos de Saturno- despreciaban sus posibles efectos adversos.

Con este maquillaje, que en ocasiones llevaba trazas de arsénico, la reina virgen aspiraba a borrar las secuelas que le había dejado la viruela en forma de indelebles cicatrices.

Sabemos que nunca apareció en público sin afeites y que los usaba con dispendio, hasta el punto de aplicarse una nueva máscara sin haber eliminado los restos de la anterior, lo cual le acabó granjeando un rostro inexpresivo.

Polvo de galena triturado
Para dar color a los labios y a las mejillas usaba carmín, obtenido de los jugos de algunos vegetales –amapolas- y de la cera de las abejas. La tonalidad bermellón que se alcanzaba con estos compuestos muchas veces rozaba lo esperpéntico.

Una de las novedades cosméticas del momento fue el empleo de carmín a partir de las cochinillas de los cactus y al cual la reina no pudo resistirse. Este animal procedía del otro lado del Atlántico y, por eso, tenía un elevado coste monetario.

Isabel I de Inglaterra también usaba un polvo de galena triturado –kohol- para dar sombra a sus ojos, un remedio que ya había empleado siglos atrás la mismísima Cleopatra.

Los estragos de la cosmética alquímica
Debido a la regia afición por los postres, la caries hizo mella en su dentadura a una edad muy temprana, dejando al resto de las piezas marcadas por una tonalidad negruzca. Para contrarrestarla Isabel se aplicaba diariamente una pasta de plomo.

Todos estos potingues aceleraron su envejecimiento cutáneo, precipitando la aparición de una epidermis grisácea y arrugada, a lo que se añadió una caída prematura del cuero cabelludo y un ribete grisáceo a nivel dentario, un signo inequívoco de saturnismo.

Muchos estudiosos defienden que fue precisamente esta toxicidad la responsable, en parte, de la muerte prematura de muchas aristócratas de la Era Tudor.

En fin, que la belleza de Isabel que vemos en películas y series es ajena al rigor histórico y está más en consonancia con la dosis de romanticismo que hayan querido aportar guionistas y directores.

M. Jara

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.